PREMIOS LOBERA 2022

 






Las ganadoras del Premio Lobera 2022 han sido, en la modalidad de POESÍA:




Para: Mamá Hola, mamá, espero que esta carta te llegue. Aunque... Sé que no me puedes ver y tampoco oír, Se que no me puedes leer y tampoco sentir, Te escribo esta carta para que estés orgullosa de mí, para que sepas que me honra vivir pensando en ti. En tu pelo, el cual se fue cayendo poco a poco. En tus ojos, los cuales me miraban con lástima. En tu sonrisa, aquellas que camuflaban tu dolor. Por aquellas visitas al hospital, acompañadas de aquellos diagnósticos. Tres palabras, doce letras, pero combinadas del peor de los problemas. Cáncer de mamá. Después de eso todo se tornó de un color grisáceo, nos vendieron que el amor de una madre era eterno, pero ¿Y mi madre? Aún recuerdo todos esos aparatos pegados en tu pecho, aquellos tubos colocados para ayudarte exhalar, pero te ganó el dolor... Te has ido y hoy el cielo brilla un poquito más.








Y en la modalidad de NARRATIVA:






BIENVENIDO A ETNEM

Querido lector,

No tengo constancia de la posible razón por la que te decantaste a tomar esta nota entre tus manos y destripar su contenido. Si bien fue impulsado por mera curiosidad o producto de los persuasivos susurros que martillean los oídos de los más vulnerables constantemente clamando verdad, me es desconocido igualmente.

Lo que sí sé y debo de advertirte, si un corazón atribulado es el que alberga un hueco en tu pecho, acabar náufrago es uno de los muchos riesgos que conlleva navegar por las inciertas aguas de esta misiva, ya que si sucumbes a la presión que ejercen las palabras que saldrán de tu propia boca al leerla, puede que no encuentres el camino de vuelta a casa.

Si aún así decides aventurarte al interior de lo que anhelo que conozcas, permíteme que te transporte a Etnem, el país del cual un solo mortal tiene la llave.

Contemplar con sus propios ojos la masacre que se cierne sobre los cielos de Etnem despierta, en algunos, el despreciable animal que todos portamos en nuestro interior, aquel que nos confirieron desde el principio de los tiempos y que, paradójicamente, a medida que estos fluyen, como un imparable río de aguas bravas que transporta la historia de la raza humana, mayores son las ansias que claman la destrucción de ese ser. Por ello es que lo cubrimos, lo escondemos, acallamos sus gritos con el tal de que los demás no perciban lo que somos en realidad: bestias, movidas únicamente, por los latidos de las comodidades, que no dudan ni un segundo en huir si su existencia se ve amenazada, arrasando con todo lo que obstruya su paso.

Este mismo es el que surge de viajeros como tú, que acceden a un plano de la constante guerra que se libra en Etnem, y este mismo es el que la desató.

Me sorprende que no se haya dado esa transformación en tu miserable cuerpo de humano, se ve que confeccionaste una buena celda para retenerlo. Puede que tu mundo también haya sido testigo de una batalla de semejante magnitud… Bueno, prosigamos, si es que estás dispuesto.

Pensar que Etnem fue, en su día, un paraje de inmensurable belleza, donde las diversas civilizaciones confluían en un estadio de desbordante armonía, es meramente desconcertante.

Míralo ahora, fragmentado bruscamente, convirtiéndose, muy poco a poco, en un país arrasado por las azadas que removieron los surcos que despertaron las heridas de un ayer. Por mucho que las entierras, las extingas entre las fauces de la hoguera del cambio, siempre existe la herramienta para recomponer sus cenizas y hacer de ellas aquello por lo que fueron creadas.

Y, paradójicamente, esta herramienta, siempre acaba en manos equivocadas.

Todo era distinto. Relámpagos que surcaban el cielo de Etnem, cuya misteriosa naturaleza encandilaba a los más curiosos, eran atrapados y contenidos en pequeños frascos, con el fin de iluminar el camino existente y continuarlo piedra por piedra, sudor y lágrimas a cambio de un futuro en el que paz y armonía se alzarían imbatibles sobre los endebles pilares de un pueblo que no había presenciado los horrores de una guerra.

Pequeños arroyos correteaban tímidamente entre las gigantescas hendiduras que profanaban las montañas de Etnem, alzadas imbatibles ante la línea perfecta de un horizonte que atraía la atención de aquellos ciegos por establecer los límites de lo conocido y sedientos por invocar con sus propias palabras los espíritus de criaturas desconocidas hasta el momento.

Pulmones repletos de aire puro, ojos anegados de lágrimas, oídos reinados por un silencio sepulcral y una amarga sonrisa nacida de la certeza de que aquella iba a ser la última vez que abrazaría a su familia, fue todo con lo que un joven etnemo abandonó la calidez de su hogar para aventurarse en tierras vírgenes, no conocedoras del repiqueteo constante de las pisadas humanas.

Fue en uno de aquellos gélidos inviernos, donde los lugareños trataban de apartar el vacío, antes ocupado por su vida de sus resquebrajados corazones, cuando, un humilde campesino, hincó su pico en un bulto vestido con un espeso manto de nieve, dejando escapar un leve crujido. Elevando la ceja en una mueca casi cómica, reclinó su torso torpemente, y comenzó a dotarle de color y definición a aquella figura tendida en el suelo. Solo hizo falta el descubrimiento de pequeños retales para reunir la imagen completa, la imagen de un hombre desnudo, de fracciones petrificadas en una expresión de dolor perpetua, iris teñidos de un negro intenso y la boca semiabierta en una ”O” de la que emanaba un líquido viscoso que se fundía con la nieve y deslizaba entre unos labios abultados y azulados, presos del frío. Sin embargo, aquello que retorció las entrañas del campesino, aquello que las encogió hasta albergar el tamaño de su propio puño, fue el símbolo grabado en el abdomen del cuerpo inerte, una figura de bordes punzantes aderezada con palabras inteligibles que se habría paso en forma de heridas hundidas en su carne, para nunca caer en el olvido.

Dos segundos. Tiempo más que suficiente para cambiarle la vida a una persona. Pues aquel pobre hombre, que ahora yacía en la nieve impregnado del pegajoso hedor a miedo y orina, se había topado de bruces con la mismísima muerte. La muerte de alguien que conocía muy bien, pues, definitivamente, había partido para no volver.

Y fue, en ese momento de angustia y desconcierto, cuando aquella bestia afloró en su interior, engullendo a la persona racional en la que estaba contenida, pues había inhalado el último suspiro de vida de aquel ser, convirtiéndose en uno de ellos.

Anhelo de legión, apetito de almas inocentes. Los ingredientes perfectos para dotarlo de la fuerza necesaria para incorporarse y dirigirse, dibujando un hilo de pasos que la nieve escondía, hacía el corazón de Etnem. Escoltado por un halo que sumía al cielo en un auténtico infierno en el que crepitaban las carcajadas de sombras que caminaban a su lado, estaba dispuesto arrancarle la vida a todo lo que obstruyera su paso.

Sin duda, un completo desastre que cavaría la lápida de muchos y protagonizaría las pesadillas de otros.

Con solo una pequeña vela alimentando mi esperanza y cargando en mi espalda con el futuro de mi pueblo, me dispongo a preguntarte: ¿Te unes a la Resistencia?

Andrea Ávila Fabuel.


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